martes, 10 de agosto de 2010

Ranking

1°. El Obrero
2°. El Ribereño
3°. Pinuccio & Figli
4°. La Maroma
5°. Cangas del Narcea

Jueves 5 de Agosto: Centro Cangas del Narcea, Palermo


Cangas del Narcea es la ciudad capital del concejo homónimo, que se halla dentro del Principado de Asturias, España, bañada por el río Narcea de quién recibe su nombre (significa garganta del Narcea). A fines del siglo XIX, la guerra de la independencia contra las intenciones imperialistas de Napoleón Bonaparte provoca una inmigración masiva de cangueses (aunque el corrector automático no lo reconozca, este es su gentilicio) hacia América del Sur, sobre todo hacia Buenos Aires. Motivada por el aumento de la inmigración ya en el siglo XX la colectividad funda el Centro Cangas del Narcea, que tiene hoy en día su sede social sobre la calle Beruti, entre Godoy Cruz y las vías del tren, en pleno barrio de Palermo. Su comedor, transformado en restaurante, puede provocar cualquier tipo de sensación, pero seguro no será fácil de olvidar.

La historia del barrio de Palermo me resultó muy interesante, aunque por momentos maldije el instante en que empecé a ampliar mi relato culinario con este tipo de detalles. Lo que pasa es que nadie conoce a ciencia cierta el verdadero origen del nombre de este barrio. Al hacer mi pequeña investigación me encontré con diversas historias, algunas fundamentadas, otras totalmente fantásticas, y no pude llegar a una conclusión sólida. Pero voy a contarles, por lo menos, la versión más aceptada. Resulta que Juan de Garay siguió repartiendo las tierras colonizadas entre sus patrocinadores divididas en suertes (o chacras, ya hablamos de las de San Isidro en el relato anterior), y uno de los beneficiados fue Miguel Gomez de la Puerta Saravia, un criollo o mancebo de la tierra (españoles nacidos en suelo americano), paraguayo, que lo había apoyado en la expedición. Le fue entregada la chacra número siete, que a su muerte fue heredada por su hija Isabel, casada con Juan Dominguez Palermo, un italiano llegado a Buenos Aires alrededor de 1590. Dominguez compró algunas chacras aledañas, y al morir su mujer, quedó como único propietario de lo que pasó a llamarse los “terrenos de Palermo”. Algunos sostienen que su nombre proviene del nombre de la quinta de Juan Manuel de Rosas, San Benito de Palermo, situada en esa zona, aunque surgen datos oficiales de 1602 donde ya se la denominaba Palermo, por lo que prevalece la teoría del italiano. En fin. Lo paradójico de su historia es que por aquel entonces el arroyo Maldonado recibía el agua de toda la zona, desbordándose e inundando todo a su alrededor, transformando los terrenos en hediondos pantanos, a lo que se le sumaban los olores de los precarios mataderos. Hoy, epicentro de turismo, restoranes de moda, casas de diseño, productoras televisivas, no puede más que agradecer el entubamiento del arroyo que callado fluye por debajo de la avenida Juan B. Justo y que permitió, esfuerzo de los empresarios inmobiliarios mediante, ser una de las zonas más caras de la ciudad, dividiéndose en sub-zonas con nombres que de tan marketineros ya se pasan de ridículos (habían escuchado hablar de Palermo Sensible o Villa Freud?! Palermo VIP?! Palermo Glam?!).

Bueno, otra vez me excedí. Llegamos a Cangas. La mesa redonda del fondo a la izquierda nos espera. Para seis esta vez. El anfitrión, Nicolás Alvarez, mirando hacia la puerta, Marcos Ruete y Francisco Dávalos a su derecha, Pedro Merlini y Ricardo Galarce a su izquierda. Enfrente, quién relata, con la suerte de tener como vista de lujo un mostrador con la decoración más extraña (por ponerle un adjetivo). La metodología del lugar es la siguiente: se cobra un cargo fijo que incluye todo lo que uno desea pedir de la carta, salvo la bebida y el pulpo.

Así que el amable y discreto mozo empezó a traer, sin mucho recato, los platos fríos de entrada. La mesa se vio repleta en escasos segundos. Porotos con perejil, fiambres varios, vizcacha en escabeche, queso con anchoas, morrones con ajo, ensalada rusa. Los fiambres estaban aceptables, aunque no sobraron. Porotos, escabeche, anchoas, ajo… Cóctel explosivo. Los solteros no podemos darnos ese lujo, mucho menos una noche de jueves, por lo que me saqué el gusto con el queso y un poco de vizcacha que no estaba nada mal.

La entrada caliente no tardó en llegar. Unas rabas, por supuesto. Muy buenas, aunque he probado mejores. Luego una tortilla babé (demás está la aclaración, sólo un loco la pediría seca) que no superó las expectativas.

Justo antes de pasar a los platos principales, apareció un hombre que resultó de nombre Osvaldo, bota de vino en mano, para darle un giro inesperado a la noche. Bueno, tal vez no tan inesperado, porque de esto se habla en todos los sitios de internet que citan este lugar. La rutina ya tiene sus años, pero al menos para nosotros, fue algo novedoso. Y como somos débiles al dulce jugo de la uva, no tardó en cautivarnos. No hubiera sido mayor la sorpresa si se hubiera quedado en demostrarnos la habilidad de tomar vino con la bota desde una distancia considerable, al máximo de extensión de sus brazos y desde ángulos realmente difíciles, ya que el color de sus dientes lo delataba en su vocación de buen bebedor. Pero de pronto con buena voz cantaba “Ese toro enamorado de la luna” mientras que por medio de un largo chorro echaba y acumulaba el vino debajo de su lengua hasta que, entre cada verso, daba un trago y proseguía con su fasón. No quisimos ser menos, y la bota empezó a marearse de tanta vuelta que dio a la mesa redonda, hasta que de ella pudo extraerse nada más que aire. Al mismo tiempo, las copas se llenaban, también, con un Newen Malbec (bueno en realidad fueron cinco), de la Bodega del Fin del Mundo, que estaba bastante bueno, por lo que estarán imaginándose cómo podría terminar. Pero esto recién empezaba.

En lo sucesivo, la noche fue alternando entre platos y shows en vivo, entre momentos bizarros y otros alegres, entre risas e indignación. Como les anticipé, Cangas no tiene puntos medios, las sensaciones son extremas.

Osvaldo se paseaba por cada mesa repitiendo su gracia, mientras el mozo se llevaba la bandeja donde había sabido estar la tortilla, y empezaba a depositarnos las fuentes que contenían los diversos tipos de carnes que habíamos encargado. Me alegré con la posibilidad de probar ciertos animales que resultan más comunes en un zoológico o granja que en un horno. Ciervo, perdiz, conejo y cordero. Aunque terminé un poco decepcionado porque el que más me gustó fue el que mejor conocía: el cordero estaba exquisito. El ciervo no tenía buen gusto. La perdiz, con un dejo a pollo, tampoco era gran cosa. El conejo, en cambio, del que tenía las menores expectativas, terminó por gustarme bastante. Soy de los que piensan que en la variedad está el gusto, y prefiere comer poco de mucho, a mucho de poco, así que estaba conforme con esta parte de la comida. A mis espaldas, un show de flamenco con un trío de bailarinas de dispar edad, tornaba el ambiente en algo entre lo patético, lo bizarro y lo gracioso. No podía decidirme bien qué adjetivo ponerle, lo que si estaba seguro era de haber comprendido que eso de la variedad hace al gusto es aplicable sólo para la comida.

Con esta música de fondo, que por cierto no nos permitía diálogo alguno, se fueron las fuentes carnívoras y llegaron los pescados. Abadejo, trucha, chipirones. El Abadejo no tenía sabor aún excediéndose en el agregado de sal. La trucha tenía una salsa bastante interesante pero igual esperaba un poco más. Los chipirones hicieron que extrañáramos muchísimo el Vasco Francés. Acompañó una papa al natural y unas papas fritas pasables. Pasó otro show, ya ni recuerdo cuál, probablemente por el paso del vino, y pasaron los últimos platos.

Tocaba la hora del postre, y aunque ya estábamos bastante empalagados con tanta españolidad (increíblemente existe esta palabra, ya estaba creyéndome una persona creativa), nuestra más pura esencia nos exigió ordenar. Si mal no recuerdo todos pidieron flan mixto, que estaba muy bueno, salvo yo que por pretender ser distinto terminé llevándome la peor parte. La sola idea de levantar mi ánimo con unos higos en almíbar ya me hacía agua la boca, pero profundo fue mi pesar cuando me vi decepcionado por la dureza y el sabor amargo de este postre que suele ser una delicia del Edén.

Nuestro humor ya había pasado por todos sus estados, entre el minuto de fama de su dueño Jorge, precursor e intérprete magnífico del canto con la bota (que demostró además tener una voz envidiable), la tanguera mujer del ya mencionado Osvaldo, que intentó atraer al complicado público haciendo un brindis por cada una de las mesas, la subida al escenario de nuestro amigo Francisco para intentar frente a todos emular a Jorge y su bota, y un remate con temas de Sabina por parte de un cantante desconocido que realmente hacía pensar que se estaba en presencia del glorioso madrileño. Para colmo de males, llegaba el momento de la cuenta, y de no haber sido por la alegría que nos había provocado el exceso de vino y esos toques de color, hubiéramos salido bastante indignados, porque resultó altamente excesivo para la calidad de platos que habíamos saboreado, incluso si ese pulpo que vimos pasar (y que nos dejó con muchas ganas) hubiera sido parte del menú.

La atención del mozo me pareció aceptable, siempre discreta, amable y diligente, aunque creo que no supo vendernos sus mejores platos.

El ambiente merece un párrafo aparte. Y no quiero ofender a nuestra Madre Patria diciendo que los españoles tienen mal gusto. Personalmente creo que este es un yerro propio de su dueño Jorge y nada tienen que ver las costumbres ibéricas. Aunque lo que lo hace dudar a uno es que el lugar se encuentra abarrotado de objetos típicos, excesivo colorido aurirrojo, hasta un torero de yeso cuelga de una de sus paredes, justo en el centro del escenario. Pues bien, me imagino que si el objetivo es recordarles a los nostálgicos inmigrantes su añorado hogar, creo que con todo eso debe lograrlo. Y eso es lo importante.

Mi sensación, al final, es que a pesar de todo la pasamos muy bien.

Pero bueno, mi querido lector, esto se ha extendido por demás, así que hasta aquí llega esta pequeña historia. Otro mes, otra comida, otra reunión. Como siempre, espero que hayan disfrutado de la lectura tanto como yo de la escritura. Y espero que esto le sirva a alguien para tomar una buena decisión a la hora de elegir un lugar para ir a comer con amigos o con quién sea.

Hasta el mes que viene.

Salud!

Pd. Quiero dejarle en este día un muy feliz cumpleaños a mi querido amigo José.


Calificación (mínimo 1, máximo 5)

Cocina: 2

Ambiente: 2

Atención: 2

Relación Precio/Calidad: 1

martes, 3 de agosto de 2010

Ranking

1°. El Obrero
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4°. La Maroma

6 de Julio: El Ribereño, San Isidro


Antes de empezar quiero dejarles una aclaración. Si notan cierta subjetividad, exageración o decoración en el relato, les pido que la dejen pasar ya que fui el elector del mes, y bueno, ya saben, un poco de esto se trata, de ponerle color a la cosa...

El Ribereño queda en la localidad de San Isidro. Bueno, exactamente no se bien qué localidad, pero seguro es dentro del partido de San Isidro. Es que para los que no entendemos ni vivimos ahí, diría que desde la quinta de Olivos hasta el Reconquista, todo es San Isidro. Lo que pasó fue que cuando Juan de Garay funda por primera vez la ciudad de Buenos Aires, allá por el 1580, no tiene mejor idea que repartir las tierras de la ribera norte entre los que lo ayudaron en la colonización. Dividió toda la costa desde la Plaza San Martin hasta San Fernando en 65 chacras en forma de rectángulo, de entre 250 y 430 metros de frente por más de 5 km de fondo. Hoy en día el partido encierra 17 de esas chacras originales, desde la 47 a la 63. Podría enumerar los dueños de cada una de ellas pero sería extenderme sin sentido, sólo voy a limitarme a decir que hemos estado sentados sobre lo que una vez fue la propiedad de Ana Díaz o Domingo de Arcamendia (pareciera que justo el límite de ambas chacras pasara justo sobre la calle Chile). Volviendo, fue recién un siglo después que llegó a estos pagos don Domingo de Acassuso, proveniente de España, para construír la capilla dedicada a San Isidro Labrador, alrededor de la cual se fue formando un pequeño pueblo de labriegos, pescadores y comerciantes. El Partido tiene su protagonismo luego en la reconquista del virreinato sobre los invasores ingleses, pero dejemos la clase de historia para otro momento.

Martes 6 de Julio a las 20.30 hs, Chile 193, San Isidro.
Miguel Casabal, quien les escribe, el anfitrión y su modesta pero valiosa convocatoria que incluyó a Ricardo Galarce, Marcos Ruete y Pedro Merlini.

El lugar es un antiguo club de barrio, donde se jugaba principalmente a las bochas. De hecho, el mito dice que las mesas están ubicadas hoy donde antiguamente estaban las canchas (aunque uno no perciba ningún indicio de ello). Por supuesto quienes lo atienden son sus dueños, y mucho se habla del inteligente y ácido humor de Charly. No se si habrá sido un mal día o el hecho de que mis invitados llegaran 45 minutos después de la hora estipulada, pero creo que sufrimos más lo ácido que disfrutamos lo inteligente.

La sobria entrada de la calle Chile da al primer patio donde se encuentran algunas mesas, a través del cual se llega al salón principal, vigilado desde su izquierda por un mostrador al mejor estilo almacén de antaño. Detrás, el comandante de la batuta dirige con recelo las no demasiadas personas dedicadas a la atención de las mesas.

El simpático individual-menú nos invitaba lo clásico: escasas entradas, minutas, pastas varias, algunas carnes y los postres de siempre. Hasta ahí todo, digamos, normal. Sin embargo la casa tenía mucho más para ofrecer. No puedo explicarles el esfuerzo que hice en retener al menos uno de los nosecuántos platos que enumeró Charly en una demostración intensa de su poder de memoria y velocidad de recitación, pero creo que no lo logré. Al final, como siempre, seguro terminaríamos pidiendo la recomendación de la casa, por lo tanto sería inútil o innecesario abarrotar mi escasa memoria con esos datos, pero me hubiera gustado al menos recordar algunos como para comentarles sobre la variedad de platos que ofrece este lugar.

En fin. Empezamos por la ya clásicas rabas, a mi entender las mejores que he probado a través de este circuito de bodegones. En la previa ya se hablaba de este manjar, recomendación común entre los internautas que alguna vez habían pasado por aquí. Al principio habíamos pedido dos porciones, pero nuestro amigo Charly, haciendo uso de su imperativa y decidida actitud, nos negó una, aludiendo que sería demasiado por la cantidad de platos que habíamos ordenado. Nuestras cabezas asintieron resignadas, como tratando de justificarse con las barrigas quejosas. Finalmente, concluiríamos que había tenido razón. Peor para su economía... Pasemos al plato principal.

La orden: una pasta, un pescado, dos carnes. Nos faltó el pollo.
Primeros vinieron los ravioles de verdura con salsa de champignones y albóndigas, que estaban bastante buenos.
En segundo lugar vino tal vez el pescado más sabroso que hemos probado en nuestro periplo, una brótola con salsa de roquefort y papas a la crema. Exquisita.
Luego llegó una bondiola de cerdo también con salsa de champignones y papas fritas que realmente se deshacía en la boca. Las papas fritas no fueron un lujo.
Y finalmente, otra de los platos más famosos y reconocidos del lugar, hizo su entrada, magnánimo, el osobuco con capelettis de carne. Por suerte ya habíamos terminado los demás platos, y la moza, precavida, levantó las bandejas vacías porque la fuente casi ocupaba toda la mesa. Algunos sostienen que la comida entra primero por los ojos, otros por la nariz. Algunos simplemente se dejan transportar a través de las sensaciones que genera el gusto, los sabores, los ingredientes pasando por el paladar. Si el lector se considera dentro del primer grupo, diré que tal vez nunca llegue a probar este plato (error que casi comete uno de nuestros compañeros, hasta que pudimos persuadirlo). Un enorme pedazo de hueso con agujero (de ahí su nombre) del que se extrae la más exquisita y tierna carne, hace honor a los que dicen que la carne más sabrosa es la que se encuentra más próxima al hueso. Este tradicional plato italiano suele servirse con risotto. Los capelettis, en este caso, no le aportan demasiado pero tampoco estaban mal.
Hasta ahora, bueno y abundante. Después de un breve descanso llega la hora del postre.

Como alguno de los comensales tuvo un ataque de conciencia y decidió bajarse del menú completo, pedimos tres porciones.
El flan mixto (o misssto, como bien me recalca mi apuntalador) es directamente el elixir de los dioses.
Bombón suizo, para ponerle un poco de frio a tanta gula, rematado con un excedente de dulce de leche, como quien agranda el combo en el famoso local.
Y finalmente, como para aligerar un poco la carga, una mousse de chocolate con crema y... y... DULCE DE LECHE!!!
Lo interesante de esto es que uno de los temas centrales de la charla durante la comida fue el exceso de colesterol. No nos quedó muy claro qué tipo de comida mejoraba o empeoraba la situación, pero digamos que mucho no nos importó, y por suerte somos personas sanas... A este ritmo, no se por cuánto más. Mientras tanto, seguiremos disfrutando.

El vino que acompaño y ayudó a digerir todo cuanto se puso en la mesa fue Trapiche Malbec (3 tubos), otra de las unilaterales decisiones de nuestro querido anfitrión Charly. Igualmente se dejó tomar. Siempre se anotan un par de sifones de soda (incluso alguno cometió el sacrilegio de rebajar el vino, pero bueno...). Un dato no menor: un vaso únicamente, que se turnaba entre la vid y el mineral...

La atención de la simpática moza fue muy amable y ágil, y estuvo atinada al momento de las recomendaciones.
Lo de Charly quedó demostrado a lo largo de cada párrafo de este relato. Todo un personaje.

Coincidimos todos en que nos gustaría ver en la decoración objetos más típicos de fonda. Las paredes están blancas, sin recuerdos, sin nostalgia, sin mostrarnos que tiempos eran los de antes... Estoy seguro que bajo este techo han pasado centenares de grupos como el nuestro, personajes de todo tipo, algunos famosos, otros no tanto. Pero ni siquiera algunas fotos nos acercan a los tantos años de historias y vivencias. Este tal vez es el punto más flaco de este gran bodegón.

Y así nos retiramos, con el paso un poco más lento, con ese sabor del buen comer, con el regocijo de haber disfrutado mucho la compañía detrás de los cubiertos y las copas de vino, con la ansiedad de saber que nos espera todavía un mes para volver a repetir esta gratísima reunión de amigos. El tour de bodegones es, sin más, la agradable excusa.

Hasta el mes que viene.
Salud!

Pd. No me quiero olvidar de agradecerle a M haberme llevado a conocer este lugar...

Calificación (mínimo 1, máximo 5)
Cocina: 4
Ambiente: 3
Atención: 3
Relación Precio/Calidad: 5

NOTA: Se aclara que en el caso del ambiente, el máximo puntaje se le asigna al lugar que más se acerca al típico bodegón de barrio

jueves, 10 de junio de 2010

1° de Junio: El Obrero, La Boca


Si uno hiciera el ejercicio de pensar en el barrio más característico y autóctono de nuestra urbe rápidamente surgiría La Boca. Pedro de Mendoza, allá por 1536, decidió bautizar al puerto Nuestra Señora María del Buen Aire en este barrio que lleva su nombre gracias a estar situado en la desembocadura nada más ni nada menos que del río más ancho del mundo (los argentinos gozamos de sentirnos los primeros en algo, por más que sea un logro por demás intrascendente). Fue sitio de barracones de esclavos negros, albergó saladeros y curtiembres, pero son los italianos, más precisamente los genoveses (o zeneixi, según su propio dialecto), quienes le dieron a este barrio su forma y colorido actuales. Actor principal de la historia rivereña, sus paredes revelan los entretejidos de una sociedad naciente, y desde los pasillos y patios de los conventillos se respira aún el aire de antaño.

Desde el centro de la ciudad hacia el sur, justo al final del Puerto Eduardo Madero, y pasando por debajo de los puentes de la moderna autopista, se llega a la calle Agustín Caffarena. Aquí se encuentra emplazado El Obrero. Más allá, algunas cuadras hacia el Oeste, se encuentra basado tal vez uno de los estadios con mayor mística en el mundo, característica que comparte con no muchos otros como el Azteca de México, el Maracaná en Brasil o el Wembley en Inglaterra: el estadio Alberto J. Armando, mejor conocido como La Bombonera. Y este no es un dato menor, ya que puede notarse claramente el fervoroso fanatismo de sus dueños por los colores auriazules, al punto que este conocido bodegón pareciera ser una mera extensión del mismo museo boquense. Y a este relator, no avezado pero si fan boquense, no puede generarle menos que simpatía.

Dos escalones, una vieja puerta de doble hoja, ventanas enrejadas, el nombre del local junto a un antiguo cartel de Coca Cola. Tal vez es la imagen exacta que se proyecta en la mente cuando uno piensa en un bodegón de barrio. Como la buena cocina, tiene todos los ingredientes.

La mesa está reservada para cinco. El anfitrión de hoy, flamante escribano, Ricardo Galarce.
Sus amigos, huéspedes, compañeros de mesa y críticos fervorosos: Marcos Ruete, Pedro Merlini, Francísco Dávalos y Miguel Casabal.

Es grato ver que, solitaria, una mesa redonda se mezcla entre el resto, pues los bodegones no suelen tener las circunferencias entre su paleta de figuras geométricas: no es más que una cuestión de aprovechamiento de espacio. Pero si, la había, y a pesar de develar tal vez la impericia de nuestro huésped, nos resulta una buena nueva, pensando que en el futuro tendremos la oportunidad de reservar "una mesa redonda por favor" sin temor a quedar en ridículo. El capricho es simple: la charla es mucho más integrada.

Tomamos asiento. El lugar está calmo, silencioso. Será que nos adelantamos al horario "común", ya que no había mesa que no tuviera sobre si el cartel de "Reservado", siempre de buen augurio, tanto que me atrevo a decir que muchos locales gastronómicos usan este método como forma de atraer a los clientes que aparecen sin un destino prefijado. Inmediatamente, una sabrosa panera nos hace más corta la espera de la carta, y nos prepara los sentidos para la mejor elección. Lo primero que elegimos, como cada mes que nos reunimos, es el vino. El San Telmo malbec, muy sabroso, fue el primero de cuatro y apareció junto a una soda en sifón. Ahora si, con el lugar lleno de gente, el murmullo más fuerte, y algo de alcohol en el organismo, los temas pasan desde lo más banal hasta lo más profundo (mejor dejarlo librado a la imaginación del lector).

Llegan las entradas. Las elecciones fueron rabas, provoleta y tortilla de papa, cebolla y queso. Las rabas, a mi parecer, excelentes, no podía ser menos en un lugar tan próximo al puerto. La provoleta yo no me sorprende, es un plato que no me cansaré de degustar, y estaba muy bien preparado aunque no varíe mucho entre un lugar y el otro. La tortilla de papá simplemente exquisita, al punto que caímos en el exceso de pedir otra más.

Pasó el preámbulo, la introducción, momento de elegir los platos principales. Como es costumbre, le solicitamos a la moza, de quién hablaré más adelante, que nos sugiriera las especialidades de la casa. La idea: comer una carne roja, una carne blanca, una pasta. Le recuerdo a los lectores que por una cuestión de achicar presupuestos pero sobre todo para no agrandar otro punto en el cinturón, la comida se comparte. Y por tradición, los platos de los bodegones siempre suelen tener un considerable tamaño, por lo que no es pecado pedir en conjunto. De esta mezcla resultó un ojo de bife con papas fritas, un vesugo a la vasca con papas españolas y un strascinati al tuco. Sobre el ojo de bije no hay más que decir que estaba en su punto justo, tierno al punto de deshacerse a pedazos, y de muy buen gusto. Tal vez mejor darle otro acompañamiento, pero el plato estaba excelente.
Luego hizo su entrada el vesugo y nos dejó perplejos. La fuente se perdía por debajo del enorme pescado (pez hubiera quedado más poético pero la sola imagen del bicho vivo coleteando entre la salsa vasca hubiese sido, cuanto menos, extraña) y nos delataba principiantes en el arte de abrirlo. Habrán sido nuestras caras, anonadadas ante semejante imponencia, que inmediatamente la gentil moza nos ofreció encargarse del menester, y así fue como volvió por unos instantes a la cocina, para reaparecer en una imagen mucho menos glamorosa pero también mucho menos intimidante para los comensales. En fin, tenía buen gusto, aunque a mi paladar le insinuó un tanto seco y la salsa que lo acompañaba no era de las mejores, por lo que después de tanta algarabía y sorpresa no logró superar tanta expectativa generada.
La pasta, cuyo nombre no me animo a repetir por miedo a ofender algún itálico ortodoxo, era simple, sin mayores pretensiones, y junto a un sabroso tuco, supo pasar inadvertida.

Alguno pensará que entre la panera, la entrada, los vinos y los platos era todo más que suficiente, pero uno no puede jactarse de haber visitado un bodegón si no prueba sus postres, que por lo general no suelen tener una amplia variedad, sino más bien se aferran a unos pocos "clásicos". Y si de clásicos se tratase, qué mejor exponente que el flan mixto. Unos huevos más, unos huevos menos, insisto en que para mi ese plato terminará gustando o no dependiendo de la cantidad que se le agregue de dulce de leche. Digo más, a riesgo de ser demasiado "argentino", que los postres han sido inventados como excusa para ponerles dulce de leche (si si, tenemos el río más ancho y descubrimos el dulce de leche!). Con una buena cantidad de dicho manjar y la misma de crema, el flan es un "clásico" que no falla, y ciertamente tampoco falló en esta ocasión.
Pero como es lógico, un clásico no puede llamarnos la atención: sabemos lo que significa, el valor que esconde, pero no nos sorprende, es la opción de ir a lo seguro. Por ello, bien cupo una elección de la que no teníamos referencia, y así fue como, otra vez por recomendación de la buena moza, caímos rendidos a los pies del pavé de vainilla. Este postre fue realmente exquisito, pero ojo, no se dejen engañar, vino acompañado de una enorme cucharada de qué: infaltable, el gran invento argentino, el dulce de leche.

Así concluyó el deleite gastronómico de la noche. Distinto de otras veces, queda cierto espacio aún y más de uno dirá que hubiera pedido más vino o tal vez otra tortilla, pero hemos quedado satisfechos en cuerpo y alma. Y al reclinar los torsos abatidos contra el respaldo uno gana cierta perspectiva y puede observar más en detalle la peculiar decoración del lugar. Como no podía ser de otra manera, el lugar está empapelado de fotos de sus dueños, quienes dicho sea de paso aún atienden personalmente el local, con grandes glorias boquenses y personajes reconocidos para todos los gustos. Remeras, banderas, bufandas. Las paredes sostienen el gran valor de este lugar: su tradición, su inmutabilidad, su experiencia. Se respira así el inconfundible aire de barrio, demostrando vivamente todo lo que encierra la cultura del bodegón.

La atención ha sido de lo más amable. Siempre sonriente, la señorita de quien no recuerdo su nombre (le doré un poco de crédito a mi memoria ya que probablemente nunca lo haya sabido) nos atendió de la mejor manera, nos hizo buenas recomendaciones y por sobre todo fue muy diligente a la hora de traer los encargos.

Pero no me dejen cerrar este relato sin comentar un tema por demás importante: la erogación de dinero. Cuando llegó la cuenta comenzaron las adivinaciones. Y este es el punto donde El Obrero tiene una pequeña falla. Es simple, cuando las adivinaciones en general son inferiores a lo que indica el papel, pues entonces queda una sensación de que el costo ha sido excesivo. Muchas veces se da, porque no es noticia del aumento generalizado y sostenido del nivel de precios (definición económica de la inflación) aunque nuestros representantes se encarguen de hacer la vista gorda sobre este tema, que el valor exceda las predicciones. Sin embargo, los montos pueden llegar a ser entendibles o razonables. Pero creímos en general que aquí tal vez se han propasado un poco. Un pequeño sabor amargo que apenas empaña la gran noche que disfrutamos y estamos a punto de concluír.

La compañía, como siempre, muy alegre y despierta para todo tipo de humor, por lo general más acercado al ridículo, potenciado por el sabroso néctar de la uva. La foto a la salida del local es ya un clásico. Y, distinto de otras veces, nos subimos al vehículo y partimos todos juntos. Se cierra un nuevo capítulo. Espero lo hayan disfrutado, y puedan proyectarse o recordar el enorme placer de disfrutar del buen comer.

Hasta el mes que viene.

Salud.

Calificación (mínimo 1, máximo 5)
Cocina: 4
Ambiente: 5
Atención: 4
Relación Precio/Calidad: 3

NOTA: Se aclara que en el caso del ambiente, el máximo puntaje se le asigna al lugar que más se acerca al típico bodegón de barrio

miércoles, 2 de junio de 2010

30 de Marzo: Pinuccio e Figli, Balvanera




Debo admitir que Pinuccio e Figli me ha desconcertado enormemente, y ha dejado en mi mente un cosmos de sentimientos y sinsabores. Pero también debo admitir que la tarea de nuestro comensal elector, Marcos Ruete, ha cumplido con todos los requisitos que se le exigen.
Los asistentes: Francisco Dávalos, Pedro Merlini, Nicolás Alvarez, Ricardo Galarce, Miguel Casabal.


Ubicado en el corazón del barrio porteño de Balvanera, esta clásica trattoria italiana asoma nostálgica su carácter de bodegón de barrio. Nostálgica porque disipa cruelmente sus encantos disfrazándose al mejor estilo Palermo Hollywood con el superficial maquillaje turístico. He notado en sus amos un intento de combatir la decadencia, perdiendo así su escencia, que vaga surje entre colores extraños y adornos foráneos, alienándose de su más profundo folklore.


La entrada, variada y basta, no sorprende salvo por los langostinos y el toque de color del juego de la balanza.
El risotto sabía a caldo en cubos. Los raviolonis capresse, muy frescos y apetitosos. Pero definitivamente lo mejor de la pasta fueron los ravioles quattro fromaggio, sacando a relucir lo mejor de la cuccina itálica.

Para el postre, excesivamente abundantes, lo mejor fueron los panqueques Pinuccio. No puedo dejar de mencionar lo poco apetecible que resultaba el Tiramisú, pero el premio a lo peor de la noche por amplia diferencia fue la torta de la casa que un engañado Galarce tuvo la osadía de paladear.

El vino, Postales del Mundo, excelente, barato y excesivo, bebida ideal para conjugar con la pasta.

Una mención especial para el pan de pizza, simple y efectivo.

Respecto del ambiente, es en este aspecto donde el ristorante muestar sus peores yerros. Este paladar no requiere una fina decoración ni grandes lujos para regodearse de los placeres culinarios, pero lo que desconcierta es la falta de consistencia: colores ibéricos, cartas y carteles en inglés, un restaurante italiano en medio de un puro barrio porteño. La mente no logra trasladarse a los origenes, a la historia, a las manos que por primera vez amasaron la harina para deleitar a sus comensales. El aire acondicionado, aunque presente, sin fuerza no alcanza a cubrir las necesidades que genera una pasta caliente.

En cuanto al precio, le agradecemos al exitoso diario nacional su convenio puesto que de no mediar el abultado descuento pasaría a la categoría de muy caro. Después de todo, aunque buena, uno está comiendo pasta, que supone siempre un plato más económico que otros como el pescado. Otro punto en contra es la falta de medios de pago electrónico y con diferimento, principalmente. Hay que darle un poco de crédito, sin embargo, a la cantidad de vinos que fueron ingeridos.

Uno de los aspectos que queda por mencionar fue la atención del mozo. Amable, siempre atento, ganó nuestra confianza hasta engañarnos al recomendar la torta más seca que he tenido la oportunidad de observar. Al partir, el honesto trabajador entregó las disculpas por el mal tino y recuperó nuestra simpatía.

Alguno de los señores que haya estacionado en el estacionamiento reservado para la casa debería ayudarme en criticar el servicio, puesto que por ignorancia, me tocó aparcar en la calle, y debo decir que me fui disconforme con este hecho.

Para finalizar, la compañía no pudo haber sido mejor, puesto que al grupo ya consolidado pudimos agregarle la gratísima presencia de nuestro muy querido amigo Matías Dumont. Brilló por su ausencia el comensal Gerlero.

Pues bien, estimados, me despido con el más sincero deseo de felicidad. Les dejo un cordial saludo, y será hasta el próximo encuentro.


El Relator.


Calificación (mínimo 1, máximo 5)
Cocina: 3
Ambiente: 2
Atención: 4
Relación Precio/Calidad: 3

NOTA: Se aclara que en el caso del ambiente, el máximo puntaje se le asigna al lugar que más se acerca al típico bodegón de barrio.

miércoles, 5 de mayo de 2010

27 de Abril: La Maroma, Almagro


Cuando uno va recorriendo las calles de Almagro ya respira el aire de barrio, del típico barrio porteño.
Tomando por Corrientes, al doblar por la calle Mario Bravo, se ve una calle oscura pero bastante transitada. Y llegando a la esquina de Humahuaca, una extraña iglesia, una estación de servicio y un local del cual no recuerdo rubro comparten la intersección con el bodegón de la fecha: La Maroma.

El anfitrión: Pedro Octavio Merlini.
Los huéspedes: Ricardo Galarce, Marcos Ruete, Nicolás Alvarez, y su servidor.
Los que brillaron por su ausencia: Francisco Dávalos y Marcos Gerlero.

Hay una frase popular que dice "A veces no sólo hay que ser, sino también parecer". Y la verdad es que al menos desde la calle, cuando uno se para frente a la puerta, este bodegón bien se parece a lo que acusa ser, tal vez demasiado. Y digo tal vez, porque no es de buen gusto ir diciendo lo que uno es. Imaginen sino a Ghandi con un cartel que rece "Premio Nobel de la Paz" o que la remera de Messi en vez de su apellido diga "El mejor del mundo". Cuando se es y se parece, no hacen falta aclaraciones. Pero bueno, es esta una exquisitez del relator que en nada empaña el resto de las bondades del lugar. Ya sus ventanas, toldos y paredes dan cuenta del variado menú, como para que uno entre en un mar de dudas al momento de elegir uno de los 370 platos diferentes. La tipografía de la gráfica denota un profundo arraigo a la tradición barrial porteña, que no se deja vender por gobiernos de tal o cual color, de políticas económicas liberales o proteccionistas, que no sabe de temporadas ni de ciclos económicos: es simplemente inmutable.

Al entrar uno es bien recibido por los empleados y dueños, con atención pero no desvelo, ni fiesta ni funeral. Y entre las mesas, bastante cerca unas de las otras, se puede llegar a la mesa designada, cuadrada, por supuesto, para poder ser reacomodada con velocidad en caso de que falle algún comensal.

La señorita, amable pero inexperta, como queriendo parecer alguien que no es, le ofrece la carta. Variada, basta, invita a recorrerla íntegramente.
Una soda de dos litros, un agua de dos litros. Ambas, muy necesarias y más que suficientes, acompañaron primero un San Felipe Cabernet, bueno pero encorchado por la impericia de nuestra temporaria servidora. Después, un Los Arboles Malbec que no tenía mucho para contar, o será que tal vez no lo he sabido escuchar, ya que a nuestro querido amigo Alvarez en apariencia y sito a la cantidad bebida, pareció encantarle.

La entrada no ha sido de mi sorpresa, ni mucha variedad ni mucha elaboración, pero con algunos sabores típicos promete buena cocina. La provoleta es excelente, pero cualquier gastronómico que se precie no puede fallar en la cocción de este manjar pues no presenta demasiada complejidad. El morrón al provenzal, que no he probado por mi aversión al ajo, parecía de buen gusto a juzgar por las caras de mis compañeros comensales, que no temen al hedor posterior.

Los platos fueron asomando en tándem, como si el chef supiera que nuestra intención era probar cada uno de ellos. Y sin poder detectar mayor lógica en su orden, es justo aclarar que mucho influyó en el ánimo al momento de la degustación.
En primer lugar, una sabrosísima costilla de cerdo a la riojana, con jamón y dos huevos fritos y acompañada con papas nos prometió una cocina sorprendente.
El Gran revuelto gramajo vino luego, y más por error del solicitante que por mala praxis del cocinero, se hizo notar la sequedad de la que adolesce este plato si uno no lo ordena "babé".
Terceros vinieron los ñoquis a la parisienne. La a priori exquisita salsa mezcla de jamón, hongos, ave y crema no lo fue tanto, y terminó opacando el gusto de la pasta, que parecía excelente. Los comensales castigaron duro este desliz, dejando en el olvido, merced del frío, una interesante porción del plato, seguramente procesado posteriormente en forma de croqueta.
Enseguida hizo su aparición tal vez el mejor plato de la noche, un gran lomo al marsala. Las arvejas son como nectar para mi paladar, y la panera se ahogó en ese exquisito mar de salsa. Exquisito.
Finalmente, y ya para cuando los cinturones aflojaron su presión, llegó la cazuela de mariscos. Debo confesar que mi apetito ya había sido satisfecho y no tenía espacio para el más mínimo bocado más, por lo que voy a privarme de comentarios.

No recuerdo bien su nombre, o cómo figuraba en la carta, pero el postre bien podía jactarse de tener al menos una parte de todo el resto de los postres disponibles. Una copa que simplemente lo contenía todo. Helado, frutas, dulce de leche, mousse. Mi memoria me traiciona, pero es que adivinar su composición es tal vez una misión imposible. Para compartir, un excelente cierre.

Al momento de llegar la cuenta, los comensales nos preguntamos cuánto podría costarnos ese terremoto de hidratos de carbono, proteínas y grasas. Tal vez no sorprende, pero si que deja un pequeño sabor a mucho. Como si en ese mismo momento uno se planteara que los platos no habían sido tan buenos como creía. Pero no permitamos que se empañe la noche por la codicia del administrador, hemos pedido sin reparos y la comida ha sido de mayor gusto.

La atención ha sido amable. El ambiente amigable. La compañia muy grata.
La salida del lugar nos encuentra, como siempre, estirando la charla y los vientres para generar al menos un espacio que permita aguantar el metabolismo un rato más hasta llegar a casa.

Ha concluído una jornada más de esta habitual comida mensual.
Espero encontrarlos nuevamente, como cada fin de mes, cuando el próximo anfitrión nos llame a su mesa, hasta que nuestros abdómenes sigan tolerando estos alegres excesos.

Salud.

Calificación (mínimo 1, máximo 5)
Cocina: 3
Ambiente: 5
Atención: 2
Relación Precio/Calidad: 2

NOTA: Se aclara que en el caso del ambiente, el máximo puntaje se le asigna al lugar que más se acerca al típico bodegón de barrio.