jueves, 10 de junio de 2010

1° de Junio: El Obrero, La Boca


Si uno hiciera el ejercicio de pensar en el barrio más característico y autóctono de nuestra urbe rápidamente surgiría La Boca. Pedro de Mendoza, allá por 1536, decidió bautizar al puerto Nuestra Señora María del Buen Aire en este barrio que lleva su nombre gracias a estar situado en la desembocadura nada más ni nada menos que del río más ancho del mundo (los argentinos gozamos de sentirnos los primeros en algo, por más que sea un logro por demás intrascendente). Fue sitio de barracones de esclavos negros, albergó saladeros y curtiembres, pero son los italianos, más precisamente los genoveses (o zeneixi, según su propio dialecto), quienes le dieron a este barrio su forma y colorido actuales. Actor principal de la historia rivereña, sus paredes revelan los entretejidos de una sociedad naciente, y desde los pasillos y patios de los conventillos se respira aún el aire de antaño.

Desde el centro de la ciudad hacia el sur, justo al final del Puerto Eduardo Madero, y pasando por debajo de los puentes de la moderna autopista, se llega a la calle Agustín Caffarena. Aquí se encuentra emplazado El Obrero. Más allá, algunas cuadras hacia el Oeste, se encuentra basado tal vez uno de los estadios con mayor mística en el mundo, característica que comparte con no muchos otros como el Azteca de México, el Maracaná en Brasil o el Wembley en Inglaterra: el estadio Alberto J. Armando, mejor conocido como La Bombonera. Y este no es un dato menor, ya que puede notarse claramente el fervoroso fanatismo de sus dueños por los colores auriazules, al punto que este conocido bodegón pareciera ser una mera extensión del mismo museo boquense. Y a este relator, no avezado pero si fan boquense, no puede generarle menos que simpatía.

Dos escalones, una vieja puerta de doble hoja, ventanas enrejadas, el nombre del local junto a un antiguo cartel de Coca Cola. Tal vez es la imagen exacta que se proyecta en la mente cuando uno piensa en un bodegón de barrio. Como la buena cocina, tiene todos los ingredientes.

La mesa está reservada para cinco. El anfitrión de hoy, flamante escribano, Ricardo Galarce.
Sus amigos, huéspedes, compañeros de mesa y críticos fervorosos: Marcos Ruete, Pedro Merlini, Francísco Dávalos y Miguel Casabal.

Es grato ver que, solitaria, una mesa redonda se mezcla entre el resto, pues los bodegones no suelen tener las circunferencias entre su paleta de figuras geométricas: no es más que una cuestión de aprovechamiento de espacio. Pero si, la había, y a pesar de develar tal vez la impericia de nuestro huésped, nos resulta una buena nueva, pensando que en el futuro tendremos la oportunidad de reservar "una mesa redonda por favor" sin temor a quedar en ridículo. El capricho es simple: la charla es mucho más integrada.

Tomamos asiento. El lugar está calmo, silencioso. Será que nos adelantamos al horario "común", ya que no había mesa que no tuviera sobre si el cartel de "Reservado", siempre de buen augurio, tanto que me atrevo a decir que muchos locales gastronómicos usan este método como forma de atraer a los clientes que aparecen sin un destino prefijado. Inmediatamente, una sabrosa panera nos hace más corta la espera de la carta, y nos prepara los sentidos para la mejor elección. Lo primero que elegimos, como cada mes que nos reunimos, es el vino. El San Telmo malbec, muy sabroso, fue el primero de cuatro y apareció junto a una soda en sifón. Ahora si, con el lugar lleno de gente, el murmullo más fuerte, y algo de alcohol en el organismo, los temas pasan desde lo más banal hasta lo más profundo (mejor dejarlo librado a la imaginación del lector).

Llegan las entradas. Las elecciones fueron rabas, provoleta y tortilla de papa, cebolla y queso. Las rabas, a mi parecer, excelentes, no podía ser menos en un lugar tan próximo al puerto. La provoleta yo no me sorprende, es un plato que no me cansaré de degustar, y estaba muy bien preparado aunque no varíe mucho entre un lugar y el otro. La tortilla de papá simplemente exquisita, al punto que caímos en el exceso de pedir otra más.

Pasó el preámbulo, la introducción, momento de elegir los platos principales. Como es costumbre, le solicitamos a la moza, de quién hablaré más adelante, que nos sugiriera las especialidades de la casa. La idea: comer una carne roja, una carne blanca, una pasta. Le recuerdo a los lectores que por una cuestión de achicar presupuestos pero sobre todo para no agrandar otro punto en el cinturón, la comida se comparte. Y por tradición, los platos de los bodegones siempre suelen tener un considerable tamaño, por lo que no es pecado pedir en conjunto. De esta mezcla resultó un ojo de bife con papas fritas, un vesugo a la vasca con papas españolas y un strascinati al tuco. Sobre el ojo de bije no hay más que decir que estaba en su punto justo, tierno al punto de deshacerse a pedazos, y de muy buen gusto. Tal vez mejor darle otro acompañamiento, pero el plato estaba excelente.
Luego hizo su entrada el vesugo y nos dejó perplejos. La fuente se perdía por debajo del enorme pescado (pez hubiera quedado más poético pero la sola imagen del bicho vivo coleteando entre la salsa vasca hubiese sido, cuanto menos, extraña) y nos delataba principiantes en el arte de abrirlo. Habrán sido nuestras caras, anonadadas ante semejante imponencia, que inmediatamente la gentil moza nos ofreció encargarse del menester, y así fue como volvió por unos instantes a la cocina, para reaparecer en una imagen mucho menos glamorosa pero también mucho menos intimidante para los comensales. En fin, tenía buen gusto, aunque a mi paladar le insinuó un tanto seco y la salsa que lo acompañaba no era de las mejores, por lo que después de tanta algarabía y sorpresa no logró superar tanta expectativa generada.
La pasta, cuyo nombre no me animo a repetir por miedo a ofender algún itálico ortodoxo, era simple, sin mayores pretensiones, y junto a un sabroso tuco, supo pasar inadvertida.

Alguno pensará que entre la panera, la entrada, los vinos y los platos era todo más que suficiente, pero uno no puede jactarse de haber visitado un bodegón si no prueba sus postres, que por lo general no suelen tener una amplia variedad, sino más bien se aferran a unos pocos "clásicos". Y si de clásicos se tratase, qué mejor exponente que el flan mixto. Unos huevos más, unos huevos menos, insisto en que para mi ese plato terminará gustando o no dependiendo de la cantidad que se le agregue de dulce de leche. Digo más, a riesgo de ser demasiado "argentino", que los postres han sido inventados como excusa para ponerles dulce de leche (si si, tenemos el río más ancho y descubrimos el dulce de leche!). Con una buena cantidad de dicho manjar y la misma de crema, el flan es un "clásico" que no falla, y ciertamente tampoco falló en esta ocasión.
Pero como es lógico, un clásico no puede llamarnos la atención: sabemos lo que significa, el valor que esconde, pero no nos sorprende, es la opción de ir a lo seguro. Por ello, bien cupo una elección de la que no teníamos referencia, y así fue como, otra vez por recomendación de la buena moza, caímos rendidos a los pies del pavé de vainilla. Este postre fue realmente exquisito, pero ojo, no se dejen engañar, vino acompañado de una enorme cucharada de qué: infaltable, el gran invento argentino, el dulce de leche.

Así concluyó el deleite gastronómico de la noche. Distinto de otras veces, queda cierto espacio aún y más de uno dirá que hubiera pedido más vino o tal vez otra tortilla, pero hemos quedado satisfechos en cuerpo y alma. Y al reclinar los torsos abatidos contra el respaldo uno gana cierta perspectiva y puede observar más en detalle la peculiar decoración del lugar. Como no podía ser de otra manera, el lugar está empapelado de fotos de sus dueños, quienes dicho sea de paso aún atienden personalmente el local, con grandes glorias boquenses y personajes reconocidos para todos los gustos. Remeras, banderas, bufandas. Las paredes sostienen el gran valor de este lugar: su tradición, su inmutabilidad, su experiencia. Se respira así el inconfundible aire de barrio, demostrando vivamente todo lo que encierra la cultura del bodegón.

La atención ha sido de lo más amable. Siempre sonriente, la señorita de quien no recuerdo su nombre (le doré un poco de crédito a mi memoria ya que probablemente nunca lo haya sabido) nos atendió de la mejor manera, nos hizo buenas recomendaciones y por sobre todo fue muy diligente a la hora de traer los encargos.

Pero no me dejen cerrar este relato sin comentar un tema por demás importante: la erogación de dinero. Cuando llegó la cuenta comenzaron las adivinaciones. Y este es el punto donde El Obrero tiene una pequeña falla. Es simple, cuando las adivinaciones en general son inferiores a lo que indica el papel, pues entonces queda una sensación de que el costo ha sido excesivo. Muchas veces se da, porque no es noticia del aumento generalizado y sostenido del nivel de precios (definición económica de la inflación) aunque nuestros representantes se encarguen de hacer la vista gorda sobre este tema, que el valor exceda las predicciones. Sin embargo, los montos pueden llegar a ser entendibles o razonables. Pero creímos en general que aquí tal vez se han propasado un poco. Un pequeño sabor amargo que apenas empaña la gran noche que disfrutamos y estamos a punto de concluír.

La compañía, como siempre, muy alegre y despierta para todo tipo de humor, por lo general más acercado al ridículo, potenciado por el sabroso néctar de la uva. La foto a la salida del local es ya un clásico. Y, distinto de otras veces, nos subimos al vehículo y partimos todos juntos. Se cierra un nuevo capítulo. Espero lo hayan disfrutado, y puedan proyectarse o recordar el enorme placer de disfrutar del buen comer.

Hasta el mes que viene.

Salud.

Calificación (mínimo 1, máximo 5)
Cocina: 4
Ambiente: 5
Atención: 4
Relación Precio/Calidad: 3

NOTA: Se aclara que en el caso del ambiente, el máximo puntaje se le asigna al lugar que más se acerca al típico bodegón de barrio

miércoles, 2 de junio de 2010

30 de Marzo: Pinuccio e Figli, Balvanera




Debo admitir que Pinuccio e Figli me ha desconcertado enormemente, y ha dejado en mi mente un cosmos de sentimientos y sinsabores. Pero también debo admitir que la tarea de nuestro comensal elector, Marcos Ruete, ha cumplido con todos los requisitos que se le exigen.
Los asistentes: Francisco Dávalos, Pedro Merlini, Nicolás Alvarez, Ricardo Galarce, Miguel Casabal.


Ubicado en el corazón del barrio porteño de Balvanera, esta clásica trattoria italiana asoma nostálgica su carácter de bodegón de barrio. Nostálgica porque disipa cruelmente sus encantos disfrazándose al mejor estilo Palermo Hollywood con el superficial maquillaje turístico. He notado en sus amos un intento de combatir la decadencia, perdiendo así su escencia, que vaga surje entre colores extraños y adornos foráneos, alienándose de su más profundo folklore.


La entrada, variada y basta, no sorprende salvo por los langostinos y el toque de color del juego de la balanza.
El risotto sabía a caldo en cubos. Los raviolonis capresse, muy frescos y apetitosos. Pero definitivamente lo mejor de la pasta fueron los ravioles quattro fromaggio, sacando a relucir lo mejor de la cuccina itálica.

Para el postre, excesivamente abundantes, lo mejor fueron los panqueques Pinuccio. No puedo dejar de mencionar lo poco apetecible que resultaba el Tiramisú, pero el premio a lo peor de la noche por amplia diferencia fue la torta de la casa que un engañado Galarce tuvo la osadía de paladear.

El vino, Postales del Mundo, excelente, barato y excesivo, bebida ideal para conjugar con la pasta.

Una mención especial para el pan de pizza, simple y efectivo.

Respecto del ambiente, es en este aspecto donde el ristorante muestar sus peores yerros. Este paladar no requiere una fina decoración ni grandes lujos para regodearse de los placeres culinarios, pero lo que desconcierta es la falta de consistencia: colores ibéricos, cartas y carteles en inglés, un restaurante italiano en medio de un puro barrio porteño. La mente no logra trasladarse a los origenes, a la historia, a las manos que por primera vez amasaron la harina para deleitar a sus comensales. El aire acondicionado, aunque presente, sin fuerza no alcanza a cubrir las necesidades que genera una pasta caliente.

En cuanto al precio, le agradecemos al exitoso diario nacional su convenio puesto que de no mediar el abultado descuento pasaría a la categoría de muy caro. Después de todo, aunque buena, uno está comiendo pasta, que supone siempre un plato más económico que otros como el pescado. Otro punto en contra es la falta de medios de pago electrónico y con diferimento, principalmente. Hay que darle un poco de crédito, sin embargo, a la cantidad de vinos que fueron ingeridos.

Uno de los aspectos que queda por mencionar fue la atención del mozo. Amable, siempre atento, ganó nuestra confianza hasta engañarnos al recomendar la torta más seca que he tenido la oportunidad de observar. Al partir, el honesto trabajador entregó las disculpas por el mal tino y recuperó nuestra simpatía.

Alguno de los señores que haya estacionado en el estacionamiento reservado para la casa debería ayudarme en criticar el servicio, puesto que por ignorancia, me tocó aparcar en la calle, y debo decir que me fui disconforme con este hecho.

Para finalizar, la compañía no pudo haber sido mejor, puesto que al grupo ya consolidado pudimos agregarle la gratísima presencia de nuestro muy querido amigo Matías Dumont. Brilló por su ausencia el comensal Gerlero.

Pues bien, estimados, me despido con el más sincero deseo de felicidad. Les dejo un cordial saludo, y será hasta el próximo encuentro.


El Relator.


Calificación (mínimo 1, máximo 5)
Cocina: 3
Ambiente: 2
Atención: 4
Relación Precio/Calidad: 3

NOTA: Se aclara que en el caso del ambiente, el máximo puntaje se le asigna al lugar que más se acerca al típico bodegón de barrio.